Cagliari, el caso Yerry Mina y la moral en el fútbol
En origen era una vara recta; hoy es un bastón torcido. Se llama regla y debería ser una unidad de medida; al menos, eso dice su etimología. En el fútbol, de hecho, las reglas son zarzas, espinosas y enrevesadas, que pinchan y se escapan sin que nadie quiera agarrarlas con certeza. Querer es poder, dicen, y eso se puede trasladar al césped. Si quiero, lo pito; si no, dejo seguir. Latigazos para los equipos indefensos, que demasiadas veces padecen las contradicciones. Misma regla, comportamientos distintos. La manotada en la cara a Idrissi, para Pairetto, no es falta. Y no solo eso: ni siquiera merece detener el juego por golpe en el rostro. A diferencia de tantas otras ocasiones, por mucho menos, incluso por teatro, en las que se para la acción. ¿De quién depende? Del poder, que es querer. En la tangana furibunda, del rifirrafe sale Palestra con la pelota controlada. De ahí nace el gol del Cagliari. No decide el árbitro porque su poder es inferior al de los del VAR, por antigüedad, por prestigio, por jerarquía. Le empujan a la tentación, cuando no le conminan a decidir, y el gol se anula. La regla no es una vara recta.
De esto se habla poco o nada porque hay una regla —si no un interés— en buscar curvas y más espinas en los recovecos del fútbol. Más jugoso porque sincero, casi genuino, está el asunto de Yerry Mina, al que Álvaro Morata le ‘roba’ la canción: “No juego más, me voy”.
En el fútbol hay mucho teatro. Todos los futbolistas gritan desesperados al mínimo contacto. Ruedan, hablan con el cuerpo y escenifican cincuenta lesiones graves por partido. Pero luego se levantan, saltan y siguen como si nada. Sobre todo porque se cae, se rueda y se dramatiza cuando se va ganando, para perder tiempo. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Tenemos ejemplos clamorosos de simuladores en serie, de santos asesinos que reparten y se declaran inocentes, de falsos arrepentidos tras provocaciones y palos. El control emocional es fundamental en el fútbol. Perder la cabeza es de lo más habitual, peor que perder el equilibrio motor. Es fútbol. Si la vara fuera recta y se quisiera combatir el fenómeno, bastaría aplicarla. Siempre. A todos. En cada partido y para cada equipo. Y, sin embargo, hay simuladores aplaudidos por su picardía y simuladores condenados por antideportivos. Depende del prisma. Del interés. Querer es poder. Yerry Mina es de los más infantiles y teatrales entre los que pegan y simulan. Las recibe y las da. Cuando las recibe, parece que le han arruinado la carrera. De forma ostentosa, grita, se revuelca y se le pilla. Juego y provocación. Un espectáculo que no gusta a todos.
Rara vez alguien ha tenido que ser sustituido por una falta de Mina. Se entiende. Cuando las da, se hace el tonto, como tantos, pero también ahí con una mímica teatral rica y colorida. ¿Conducta extraordinaria? En absoluto: de manual. Solo con una interpretación propia.
Analizas el fútbol. Lo haces desde hace años. Deberías preguntarte: ¿cuál de las dos conductas influye más en la economía del fútbol de pago y en el dinero que tintinea? En el primer caso, el Cagliari podría haber perdido dos puntos, quién sabe, incluso tres, sumando lo del Sassuolo y lo del Como. Podría, porque en el fútbol nunca está escrito qué viene después de una jugada que lo cambia todo. En el segundo, Morata, que no entró al trapo —a diferencia de Zidane con Materazzi, Suárez con Chiellini, Pepe con muchos—, pero de forma más bien resignada y quizá responsable, dejó su sitio a un compañero que podía haberse revelado más eficaz que él, sin daños evidentes.
El quid de la vara es que la moral conviene dejársela a Sócrates, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, que no eran cronistas de fútbol y solo se tomaban en serio la búsqueda de la felicidad. No la pequeña polémica de un deporte cuyas reglas vuelan y quedan al albur del poder.



